10/12/2005

De banderas y muros


Nada hay más despreciable en el mundo que las inútiles barreras que entre nosotros mismos construimos, con la finalidad de distinguirnos de los demás estableciendo absurdas clasificaciones. Todos somos seres humanos de la misma naturaleza. Seres humanos. Que nos alejamos sepultados bajo la teoría.

Hemos llegado a un tiempo en que preferimos aproximar ladrillos que retirarlos. Recuerdo con anhelo el otoño de 1989, cuando la gente de una ciudad (que podía ser cualquier ciudad) se agolpaba de forma espontánea con un único objetivo, derribar un muro que dividía una calle en dos mundos imposibles. División. Identidad. Es la identidad el peor de todos los sustantivos imaginables. Es la identidad el terror. Ese mismo terror, que permitió una y otra vez dividir a la gente en busca de una misma razón que fundiese unas células inaccesibles. Lo llamaron Tercer Reich. Ahora lo llamamos bandera. Bandera. Nación. Nacionalidad. Nube de polvo que se pierde en la retórica de definiciones inútiles. De nada sirven para el individuo terrenal más que para reírse de ellas. Y para no ser libre. Puedo ver lo mismo que aquél que se encuentra al otro lado de una línea imaginaria, tengo dos ojos y dos piernas como él, puedo pensar (mejor o peor) como el otro, puedo correr y hablar igual que él, pero somos distintos. Algo nos diferencia. Algo que no vemos. Algo inexistente, pero mortífero. Una frontera. Una ficción. Un invento. Esa barrera que sólo hace más que impedir. Capacidad de delimitar hasta algo más ínfimo que un territorio. Que un espacio que nos divide.

Nadie es igual. Nunca lo seremos. Nunca lo serán. Y, entonces, por qué forzar a descubrir parecido entre personas que habitan en una determinada zona, por el hecho de vivir en ese insignificante rincón y no en otro. Por qué agrupar estableciendo unas categorías, unas distinciones entre unos y otros. Somos sociedades heterogéneas, que nos fundimos con el paso de los años, y originamos otras sociedades que nada tienen que ver con las anteriores. Tiene algún sentido una auto clasificación perdida en el espacio, cuando podemos llegar al otro lado del mundo y pasar desapercibidos entre los demás habitantes, como si hubiéramos pertenecido siempre a ese otro no se sabe qué. No hay justificación. Nunca lo hubo. Sólo ganas de complicar más un mundo de por sí demasiado incomprensible. Demasiado necio. Sin retrato posible del que aprender.

Me vienen ahora a la memoria las palabras que oí a alguien una vez. No conozco su explicación. Un joven contaba lo difícil que le había resultado una vez viajar a un país muy lejano, cuando él se encontraba ahora en medio de una Guerra, y sentía la imposibilidad de cruzar la calle por miedo a morir. Es así como nos encontramos todos. Queriendo dar la vuelta al mundo, cuando ni siquiera podemos dar dos pasos sin ser capaces de evitar la adjetivación de un mismo bloque de casas. Y siglo tras siglo. Ahora son muros de contención, para evitar ver al vecino, aquél que solo se diferencia de nosotros por estar al otro lado. Evitar que venga a nuestro suelo. Que lo pise, y que lo llene de otra identidad imaginaria, y supuestamente ajena. O evitar su deseo por destruirnos. Sobrevivir en el magma del RH es el destino.

¿Es acaso distinta la barrera temporal que la espacial? ¿Ocurriría lo mismo si nosotros, seres modernos, por azar, aterrizáramos en la antigüedad? ¿O sería más probable que sobreviviésemos en al otro lado de la supuesta frontera? No lo podemos saber. Apenas sabemos por qué nos desintegramos en un mar de términos abstractos, en lugar de intentar comprendernos. Nos inventamos diferencias inexistentes. Nos diluimos en nuestro propio discurso. Buscamos alianzas fuera cuando nos disgregamos en el interior de nuestro ser. Civilizaciones. Religiones. Culturas. Incomprensibles categorías. Círculos que flotan perdidos. Barreras intocables.

¿Qué significan realmente los colores de una bandera? ¿De qué nos diferencian del resto de humanos? ¿Acaso no es estúpido el considerar que una bandera puede representarnos mejor que otra, o que unos casuales pinceles pueden tejer nuestro organismo de otros compuestos que al vecino? Experiencia tenemos en la Historia (basta la más reciente) para darnos cuenta que la principal consecuencia de la existencia de colores arbitrariamente colocados en un trozo de tela es la de la guerra. No tienen otro sentido. El sentido de amparo y protección bajo una simbología, como aquél que esconde su rostro con una máscara o que oculta su persona bajo unas frías siglas, es una fantasía que comenzó hace mucho y de la que nunca aprenderemos a despertar. El mundo se desliza en el sentido contrario. Y no parará hasta que se desplome de la ladera. Quizás demasiado tarde.

Es la capacidad de ser libres y únicos, cada uno de nosotros, irrepetibles e independientes, la que nos permite pensar por nosotros mismos, sin siglas, sin máscaras, sin banderas, más allá de retóricas insalvables o fronteras enmudecidas. El poder apreciar la libertad de no estar atado a un pórfido papel que muestre nuestra identidad nacional. Es un espejismo. Opaco. Un espejismo que habitamos perennemente. Sin ruido. Callamos. Mientras otros dilucidan nuestros colores. Ellos saben, nosotros sólo obedecemos. Barreras y tintes. Banderas y cemento. Hasta que un día ni siquiera podamos salir de casa, porque esa identidad se haya quedado sola y olvidada en un mundo ocupado por líneas imaginarias que nos roban la libertad. Libertad desteñida.

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