Sobre Peter Fechter...

El joven se descolgó de la alambrada. Su cuerpo se desparramó como un flácido muñeco deshinchado. En lo alto de la valla quedó prendido un colgajo ensangrentado de su camisa. Nadie se molestó en recoger al joven Peter, que yacía tendido sobre el mismo suelo del que intentaba huir hasta que varios disparos desde el puesto fronterizo cercano se cruzaron en su camino. Peter clamó ayuda durante una hora, aún lograba respirar. Nadie le escuchó. Su rostro fue palideciendo con el paso de los minutos. Eternos. La gente seguía corriendo incesantemente por la calle, pisando las mismas grietas que la sangre del joven iba desdibujando en el pavimentado. Los guardias –Vopos, probablemente— proseguían con sus disparos, intentando frenar a la muchedumbre que ansiaba cruzar al otro lado del alambre cimentado. Peter Fechter murió al cabo de sesenta minutos. Nadie le ayudó. Unos soldados soviéticos retiraron su cadáver, pero no fueron capaces de ayudarle durante esa hora. Los guardias disparaban. Los ciudadanos corrían. El joven, moribundo en el suelo, falleció entre tanto. Era del Este. En sus mentes, el Oeste. Verano tardío, un año después. Algunos hubo que les gritaron “asesinos” a los guardias. Y los años pasaron.

Actualmente, el joven permanece como un nombre indiferente grabado sobre una losa de piedra en un poste marrón, junto al sitio en el que fue disparado (Zimmerstraße). Hicieron ese monumento en su honor hace más de diez años. De esta forma, las flores que allí depositaban algunos, podrían ser fotografiadas por los turistas. Posiblemente, ocupe también un número, una fecha, una anécdota de cientos más, varias fotos. Nada más. Dos guardias del Este admitieron hace unos años haberle disparado: un año de prisión. Hoy me crucé con una de esas fotos. Sea pues éste un hueco suyo también, después de tanta barbarie perecida y, por igual, olvidada, a la vez que aquellos juegos macabros vuelven a deslizarse sugerentemente por algunas dañinas mentes de estos tiempos.