10/31/2005

Cuestión de paraguas


El agua es el elemento y principio de las cosas. Tales de Mileto

Anochecer de octubre. Se encontraba una servidora batiéndose con la rima de un par de alejandrinos, cuando, por cosas de la amistad, se cruzó ante mis ideas una afrenta prosaica nueva. Enigmática. Hasta entonces inexplorada por la tinta, mas no por la vista ni por el oído. Sin querer dejarme dominar por los temores que lo inhóspito introdujo en mi sentido, puse manos al papel. Agua. De ello versaba. O de su ausencia, más concretamente. Decidí reflexionar en un humilde escrito. El agua. Esencial. Y como toda esencia, nada más despreciativo que su abundancia, ni más traumatizante que su olvido. Llovía a cántaros fuera de mi escritorio, había llovido toda la tarde, sin pausa, sin prisa. Tampoco dormirían esa noche las nubes. Cuando asomé los ojos por la ventana, y vi cómo un inmenso aguacero recorría la calle, no pude evitar evadir mi mente en un retrato de un desierto imaginado. Sol. Cielo abierto, limpio, brillante. Un desierto seco, perenne, desafiante. Un minuto después, evoqué aquel título cinematográfico, memorable entonces: Waterworld. Sobraba el agua en la ciudad violeta. Crecía el cauce del río Esgueva, lo había visto hacía unos días. Pues aquella tarde era una más. Así llevaba ya toda la semana. Otoño. La lluvia se hace compañera de uno a su antojo. A nadie le extraña el suelo mojado en otoño. Ni se hacía raro. Que lloviera. Agua. Aquí. Aquí. No en todos los parajes es así.

En verdad parece éste un mundo irreal. O, al menos, un rincón ininteligible el que habitamos los españoles, ajeno a cualquier cúmulo de razón. La cosa más incompresible del mundo es que sea comprensible, expuso certeramente un tímido científico de nombre Albert. Y, por más que exploremos, y más cosas hallemos a nuestro alrededor, el mundo seguirá siendo inexplicable. De poco sirve Spinoza sino de aliento –sed intelligere—. Lleva la ciencia ya, unos lustros, ayudándonos en la labor de encauzar la naturaleza para hacerla fiel al hombre –un disparate, claro está—. Y, creo encontrar, en el tratamiento y transporte del agua, uno de los más destacados hallazgos, puesto que es asunto de primera necesidad. Nadie puede sobrevivir sin agua. Sin embargo, uno puede soportar mejor la inmensidad oceánica, sin otra cosa que agua alrededor. No es un desierto equivalente a un mar en ejemplos extremos, como el calor al frío –o a la ausencia de calor—. No son iguales. Prueba de ello, cualquier hermoso día en este país. Y en su orquestina climática.

Dispuestos a enmendar las respectivas carencias, deficiencias, quebrantos, abundancias y desperdicios hídricos peninsulares, se pusieron a trabajar algunos años hace, cuando la inteligencia no era descrédito en política. Tiempos hubo. Todos conocemos el impulso de las obras públicas en La Restauración y la figura del Conde de Guadalhorce en los años posteriores, con la extensión del regadío y la creación de las Confederaciones Hidrográficas. El fomento de la política hidráulica continuó en dictadura: pantanos, embalses, presas, canales, centrales y minicentrales hidroeléctricas… Y llegó el día en el que los grandes trasvases de caudal se iniciaron en aras de la solidaridad. Era justo declamar la solidaridad. Es hoy. Justo, conveniente, recurrente, y, por si fuera poco, provechoso. Ser solidario es –en tópico dosotyevskiano— bello y sublime. Así como divagar sobre la paz, las estrellas y el paraíso. Finge uno –por su carencia ha de fingir lo que no es capaz de lucir— cierto prestigio estético e intelectual, con los barrocos entresijos de la palabrería vanguardista. Son en política, donde toman forma de pastel cotidiano, esas mismas palabras bellas, sugerentes, inocuas, que engatusan como una pizca de miel sobre la papeleta. Mas todo ello es irreal. Es aire. Si posamos la atención en el suelo, donde habitan los pusilánimes ciudadanos, allá queden ahora celestiales dialécticas y lírica parlamentaria, la solidaridad no existe. Nunca ha existido –no hago predicciones sobre su futura inexistencia por si acierto y he de excusarme—. Solidaridad territorial. ¿Cuántas veces han soportado nuestros oídos esta vana oquedad conceptual? ¿Y sabe alguien dónde se encuentra? No existe. Porque vivimos en un país –si es que cuando termine estas líneas conservamos todavía algo de él, de país—, en el que las autonomías han fagocitado todo cuanto se ha aproximado a sus lindes, más aún lo que se ha sumergido en ellas. Destacando en esa labor gástrica, el dinero, claro. Don Peculio, otra vez. Y el agua, no nos engañemos, no es, hoy en día, más que una cara del dinero. Difícil resultaría convencer a dos niños de que no se peguen por un caramelo, y disparatado sería moderar a dos políticos si de votos hablamos, pero todavía más inaprehensible sería enseñar a dos agricultores que su humanitarismo está por encima de un litro de agua para el riego de sus respectivas huertas, de las que ganan el pan. Y, pensemos qué ocurriría si, además, aparece en un conflicto una tupida red de símbolos y gestos que no son sino la excusa pecuniaria de políticos de turno. Hablo de una lamentable realidad: territorios, banderas, comités, sindicatos, pancartas, huelgas, discursos, pactos, agua, y al fin, votos.

Un ejemplo lo tenemos en la dinamitación del Plan Hidrológico Nacional, que preveía la regulación de los recursos hídricos hasta 2008, en consonancia con la Unión Europea y sus objetivos de calidad del agua para el 2020. Con la eliminación del Plan, y entre otras cosas, la sustitución del Trasvase del Ebro por unas supuestas instalaciones desalinizadoras, se ha vuelto ha trabucar el panorama español. El trasvase suponía la transferencia de 1050 hectómetros cúbicos anuales de agua, abasteciendo a Cataluña, Comunidad Valenciana, Región de Murcia y Almería, altamente necesitadas de riego. Se suprimió el Plan, excusándolo con el invento de los efectos perjudiciales que ocasionaría en Aragón y Tortosa –por encima de la solidaridad petulante y del sentido común, ahora nos intentan convencer de que el río Ebro pertenece a territorios o demarcaciones censitarias, y no a personas—. Así que, puestos ya, la nueva lógica de construir líneas de contención de la corriente justificando la propiedad aragonesa de las aguas de su tramo, no queda lejos. Pensemos un momento. Sin agua se iban a quedar los aragoneses, con el Trasvase; sin agua se quedan ahora (por ejemplo) los murcianos, sin el Trasvase. ¿En qué se diferencia lo anterior de lo último? En nada. Argumentos falsos los que se utilizaron y se utilizan en púlpitos electorales. Las personas absorben el mismo vaso de agua, y digieren los mismos tomates en Aragón que en Murcia. Pero los voceros de la colectividad comunitarista –o comunista— exigen ahora la propiedad privada de unas aguas que trascurren por su latifundio de poder, como tigres en la jungla o leones en la sabana. Y mandan. Y deciden. Infortunio el de los humildes regantes del sureste, pues el árbitro de esta legislatura, no estuvo de su lado en ocasión tan célebre.

La tan fascinante tecnología de desalinización con la que se iban a beneficiar los humanos habitantes de la costa, no era propaganda excusable, no era un sueño. No era nada. Una risible ficción, como todo lo que responde al estímulo electoral. Un pufo millonario. El sustento alimenticio de unos gestores públicos desdeñables. Estudios y proyectos se hicieron. Expertos escuchamos. Leo hoy, en un libro de texto escolar, que el mismo Plan Hidrológico preveía ya la construcción de plantas desalinizadoras en Levante. Los gestores de poca monta estaban demasiado ocupados contando sus billetes del fardo como para dejar de distraernos con simposios y coloquios academicistas sobre la esbeltez ocurrente de colocar saquitos de sal en las playas levantinas en lugar de aprovechar el agua natural que cada minuto se pierde vertida al Mediterráneo. En eso se quedó, eso nos hicieron creer. Sus consecuencias: tiempos secos en la Península, en Levante, y en toda ella. Año sumamente áspero. Sin caldo. Hasta la Meseta nos llegó la sequía. Sin embargo, el debate teórico sobre el aprovechamiento de recursos hídricos, la cansina estampita del consenso y la soledad parlamentaria, la vehemente justificación del salario del diputado con plétora legislativa, tiene más atractivo que un tubo cilíndrico que estropea el paisaje de paso, con el fin de transportar agua a una parte de los cuatro millones de hectáreas de regadíos igualmente –todos ellos, todos— españoles y necesarios.

Más allá del alcance primitivo del agua, sea bebida o comida, tenemos toda una constelación de acuáticas necesidades secundarias, las cuáles más hondas para cada uno de los interesados. Sea turismo (campos de golf, piscinas, deportes acuáticos), sea energía, sea transporte (navegación), sea florecimiento urbano (fuentes, parques y setos), sean balnearios o comercialización de espléndidas bañeras relajantes, sean bomberos, sean obras públicas necesarias para su propia canalización, todo vuelve a depender del dinero. Sin dinero no hay agua, sin agua no hay dinero. Paradoja la del agua. La del lucro. Es un juego con la finitud de lo aparentemente accesible, llamado recurso natural, que nadie plantea agotar. Pero ya lo recordé de Einstein, los dos infinitos; y, creo deducir, que el agua, nada tiene que ver con el universo, si cabe algo con la estupidez humana, pero no es el caso. Derrochar algo (agua) pensándolo infinito es un error disparatado. Porque no es eterno. Más pertinaz aún, es dejarlo en manos de exorcismos petulantes diseñados por políticos, previo pago de la nómina. Seamos cabales.

Sócrates enseña lo siguiente: “yo soy un ciudadano, no de Atenas o Grecia, sino del mundo”. Dejemos ya el oficio del diseño –territorial—. No son arquitectos, los orondos políticos. Ni somos los ciudadanos, pese a la apariencia, pacientes pobladores de obtusos mundos trazados con líneas oblicuas que aguardan su modificación, su fusión o su aniquilación. No estamos obligados a hacer uso del paraguas o del pozo clandestino al arbitrio del cambalache electoralista que toque. No pertenecemos a ningún lugar, a ningún puñado de tierra polvorienta o de barro musgoso, cuyo ocurrente planteamiento se sumerge en la Historia de masacres territorialistas del pasado siglo. Y se manifiesta en hacer de la naturaleza antojo de la barbarie autonómica de esta exhortada sociedad. Somos seres, al fin y al cabo, humanos. Susceptibles y vulnerables. El agua es el señuelo. Todos necesitamos agua. En cualquier profano paraje donde respiremos. Y ¡voilá!: sólo respiramos si todos tenemos agua.

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