10/23/2005

Un perro llamado Trotski


De todas las artes, el cine es, para nosotros, la más importante. Vladimir I. Lenin

Hoy. Murió Haro Tecglen. En fin. A veces, una que escribe, pese a su convenida edad joven, desconoce demasiadas cosas de este mundo –a caballo regalado no le mires el diente, más aún si éste, la vida, es un colmillo tan afilado como para provocar vértigo a un recién nacido—, y apenas se atreve a escribir de vez en cuando sobre su alrededor porque le da miedo. Le estremece. Sin embargo, sabía esta tarde que mi teclado debía reverberar antes de que acabara el día. Antes de que saludara la noche, con su dardo frío y tenebroso –en ocasiones, fascinante, por su carencia de alboroto callejero—. Debía escribir hoy. No por el diezmo, el cuál, en estos tiempos, sólo lo cobran las tintas chocarreras y serviciales del amarillo retablo de papel, usualmente denominado periódico. No por el lector, pues desconozco aún su paciente presencia al otro lado de mis líneas. No por llenar más espacio silente en el disco duro de mi ordenador, ni siquiera podría soportar ya el peso de una pestaña, su muy labriega voluntad digital. Ni por un hueco en el espacio temporal de mi frenético horario estudiantil. Escribo por mí. Sólo por mí. Porque así me place. El papel y yo. Como siempre. Como todo lo que he escrito hasta hoy. Sin estridencias ajenas. Un yo temible; más aún que crítica sagaz, ese yo sigiloso que alterna la escritura de cada palabra con ácida lijadura que examina detenidamente uno por uno los dichosos vocablos y dictamina su aprobado o su aniquilación. Hoy escribo, decía.

Supe al escuchar la noticia, que al día siguiente las portadas de esos mismos diarios españoles alzarían la figura de este individuo a los más elevados –e inhabitados por los mortales— altares celestiales. Pese a su muy apócrifo ateísmo. Es lo que más detesto de esta vida. El fingido, y en ocasiones más que ruin, sentimiento de compasión mortis causa. Ese océano de plañideros meciéndose su pelo, que se lanzan al pórfido tablero mediático. Columna por aquí, con el objetivo de escenificar el entierro. O la donación de su cuerpo, en este caso. ¿Cuál será pues, mañana, la capacidad humana para soportar semejante profusión de halagos en cincuenta versos floridos? Es casi repugnante imaginarlo.

Murió Eduardo Haro Tecglen, pues. A los 81 años. Yo conocía su existencia desde hacía poco tiempo, unos meses, nada más. Fue la radio, la única que permanece sobre las ondas alentando de mañana a noche nuestras vidas –nuestras muertes—. Quedan sólo vestigios sonoros. Una radio. En esa radio, oí hablar de una momia un tanto enigmática. La metáfora me dejó cautiva de este erudito de la manopla. Y comencé a escucharle de vez en cuando en la otra radio, con suerte de indagar por mí misma esa estela adjetival que había oído, de lejos, acerca de él. Es tan sólo, mi intención, recordar cuánto sé de él en estas líneas. Mía es la ignorancia de sus virtudes, mío el dolo de estos párrafos.

Personaje peculiar. Era ya viejo, pero a diferencia de otros, la momia había envejecido mal. Tanto como para envenenar con un parpadeo, con un intermitente vistazo. Odio, poder, y edad. Salud longeva. No eterna; en esta vida todo es efímero, lo que recuerda y lo recordado (Marco Aurelio dixit). Y aunque a partir de una edad, no guste recordar, nuestro amigo Haro vistió de todos los colores imaginables. Asunto de ciencia me parece, pasar medio siglo untadito de azulón, y casi otro medio –como en busca de superar su propia marca— metidito en camisón colorado. Y alzar la voz en sincronía con todas las grandes ideologías de la historia, sea estalinismo, sea fascismo, sea socialismo. Casi milagroso. ¿Pudo alguien encontrar una vida tan entretenida? Respuesta: dinero. Servilismo universal. Tal vez para no pagar alcabala, siempre conviene adular al poderoso de turno. Puede que esta sea la explicación al misterio. Dudo que su mínima inteligencia pudiera dejar de apreciar el ultrajado escenario de la política, de no ser por algo más llamativo. Don Peculio. Columnita progre, librito biográfico –admirándose a sí mismo, qué pedantería más innoble—, capitulito televisivo, tópico incendiario de vez en cuando a diestro y siniestro –alternando enseñanza de la doctrina del saltito vanguardista con la siempre provechosa mención feminista, conciliadora o de la Casa—, y a dormir. Levantó la mano, abierta y cerrada (con puño y con palma), en todas las abismales travesías identitarias –sangrientas sandeces, para ser más explícita— de la historia del siglo pasado. Fue su paradigma español, el forajido héroe del silbato tiránico. He de admirar –como humilde exploradora de la palabra que soy— su vitalidad intelectual si de neuronas o versos se trata, al menos respetarla. Mas no por ello, puedo soportar que exhiba proclamas en favor de las mayores barbaries doctrinarias del pasado. Lo cuál me parece un insulto a la dignidad de los pusilánimes ciudadanos españoles de hoy, y en concreto, a sus propios narcotizados lectores. Allá cada uno. Pero mi vertiginosa ignorancia –como buen pedacito generacional moldeado que intento dejar de ser, pese a los esfuerzos de la Universidad actual en evitarlo— no será en ningún caso excusa para impedir que este señor se lleve todo aplausos al hueco de mármol. Perdón, me corrijo. Éste, a la sala de disección de alguna facultad de medicina; ha donado su cuerpo a la ciencia. Nada de velatorios catolicones. Quien sabe, pudiera ser prodigio su vehemencia, o su álbum de fotos. Ni el Museo de Historia Natural, ni Oxford, ni Zapatero, reúnen semejante colección gráfica. Mejor que lo investigue algún becario.

Sé de él, además, que tuvo un hijo célebre, al menos, de los seis. Fue poeta, o algo así. Bohemio de pluma exquisita y rock and roll. De la movida, dicen. Distinta idea tengo de este Haro, Haro Ibars. Leí sobre él, sobre la otra versión del cromosoma familiar. Nació en Tánger. Cuna de algo, de la corresponsalía de su padre quizá, lo cuál no deja de ser genuino. Haro Ibars parecía ser único, subversivo, valiente. Era comunista, de los de toda la vida. O eso aparentaba. Imagino que por aquel entonces su padre comenzó a virar su visión mundana a la salud del hijo. Tanto como para quemar su camisón maón y colgarle a la adorable mascota de la familia el peso del nominal simbólico: Trotski. Pobre perrito, será por sus mandíbulas. Ya me lo imagino sacándolo de paseo en alpargatas y tirándole la susodicha pelotita: ¡Vamos, Trotski, corre que te pillo! Murió, el hijo, a finales de los ochenta. No hace falta mencionar aquí nada más de ello. Esto sólo son mis ideas en forma de palabras, ninguna narración heroica. Retorno al estoico caballero. Su padre, Haro Tecglen, murió con él. Supuestamente, de salud. No dudo que el saltimbanqui progre padezca de otra cosa que de jaqueca y vértigo, por remordimientos insanos o por hipocresía memorable –a veces más me da tanto que uno, sinonimia—. Eso explicará al menos, el trastrueque cardíaco que le dio cenando.


A partir de hoy, unos dejarán de escuchar las parodias radiofónicas del alambique personificado. Otros pondrán fin al sufrirmiento de su lectura endiablada para con los malos –que somos los que no vivimos ni en Leningrado ni en El Pardo, sino en nuestra morada urbana bien hipotecada—. Y no por edad. Yo –quién nadie soy de importancia—, desde estas humildes líneas, atraída por el placer de llevar la contraria a sus elocuentes enseñanzas, elijo vivir en libertad. Él, como Coloso, se quedó con un pié en cada muelle. Di que sí, coherencia ante todo. Apuesto a que le levantan monolito. Como a sus preceptores. De piedra. Patria o muerte, en primavera; salud bolchevique –como dijo Trotski, el auténtico—, en otoño. Murió en octubre. Lástima por su mascota, ahora se queda sin paseo matutino. Que descanse en paz, si es su deseo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Leí hace tiempo la autobiografía de Eduardo Haro Tecglen. Leí muchos de sus artículos en El País años ah!! En esos tiempos donde lo que te cuentan en el instituto o lees en determinados libros de historia te lo crees, y yá. Digo, prosigo, que lo leí, y con el paso del tiempo, cuando la llama de la libertad vino a encender mi sed de sabiduría, me dí cuenta de que ni él se lo creía. Como bien señalas Marta, que por cierto, cuanto más te leo más me sorprendes, la mano siempre levantada. Una vez tocaba el puño y otras la palma. Concluyo, contigo, descanse en paz, si el lo desea.
Pablo