10/12/2005

Rendez-vous á Paris


No se puede olvidar el tiempo más que sirviéndose de él. Charles Baudelaire

Bajo la austera claridad de una tarde de otoño en mi ciudad violeta, retorné al sueño de tinta y papel garabateado que tanto añoraba del pasado estío. La luz jugaba con mi paciencia mientras saludaba fugaz y se escondía otra vez. El sol, cansado, se adormecía con cada instante. Aprovechando uno de esos pliegues luminosos que atravesaban el cristal de la ventana, mis ojos huyeron a la única balda de la estantería que aún no había sucumbido ante la sombra. Sombra casi tenebrosa. En el canto de un escuálido libro, unas letras inundaron mis pensamientos. Saint-Exupéry; Le petit prince. Y una sonrisa se apoderó de mi expresión. Entre tanto, abrí con anhelo sus páginas.

Un susurro se anidó en mi cabeza. En el fondo de mi mente merodea una vez más esa canción. Rendez-vous, Jean Michel Jarre. Un violín. Onírico. Todavía hoy desconozco por qué cayó en mi rutina esta melodía. Ni siquiera recuerdo su primera audición. Cada uno de sus acordes volaba a mi alrededor como lo hacían fuera las hojas marchitas que descendían desde la copa arbórea acariciadas por el viento. Las notas que se desprendían de ese violín cristalizaban mis ideas. Sobre el papel blanco. Mis ideas que eran vagos recuerdos de un paseo errático. De una ciudad. De la ciudad. La que recuerdo en perenne laxitud, primaveral. Un abril fue en sus calles, en su sideral travesía urbana, un espejismo inolvidable. Su florida silueta zozobraba ahora en mi sosiego otoñal. Toda ella era en la realidad el ondulado horizonte, un vertebrado hilo, a cuyas orillas se tejía la impoluta urbe decimonónica con sus fachadas palaciegas, atravesada por la literatura de la modernidad. La incólume imagen se esconde en el Libro de los Pasajes de Benjamin, tras el surrealismo de ese campesino –Le Paysan de Louis Aragon—. Deambular en sus bulevares fue, pues, la mayor de las exquisiteces mundanas. No puedo olvidar aquel tiempo que sentí, casi me parece hoy irreal, de no ser por ese libro aparentemente cándido que conservo del viaje. Placer fue, que ahora torna en deseo quejoso entre las cuatro paredes y esta mesa de estudiante servil. Un aviador de Lyon lo escribió en 1943: lo esencial es invisible. Son invisibles esa bruma delirante, esa sombra abrileña y esos versos románticos. Es invisible ella, toda la ciudad. Ahora, sin embargo, es sólo estampa entre ideas.

Aquí. Sigo atravesando la memoria, todavía con el libro entre mis manos. Ese mismo Saint-Exupéry –su guardagujas—: nadie está nunca contento donde está. Añoro estar allí. Quiero respirar su bruma. Quiero despertar en su poesía matinal. Quiero volver. Allí. La ciudad. En ese bello sueño que recuerdo. París. Rendez-vous. Á París.

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