10/12/2005

...Sed intelligere


Estoy solo y no hay nadie en el espejo. Borges

La levedad en la que zozobra mi mente desaparece en este instante bajo la brisa de la misantropía. Todo se hace pesado. El mundo que gira a mi alrededor me produce un hartazgo intransitable. Hasta un suspiro se debilita ante la fragilidad del aire fraccionado que intento respirar. Ni siquiera los tibios prismas luminosos que se deslizan por el cristal de la ventana atraen mi mirada. Todo se vuelve sombrío. Un lento parpadeo es ahora el mayor de mis temores. Es terrorífico. Mi mente me persigue como una perfilada silueta en sombras a través del mundo de las ideas. La pesadumbre se aloja in temporánea en mi cuerpo, cansado, dormido, muerto en el vacío. Y las palabras rodean mi cabeza. Siento su murmullo. Mi aliento permanece cautivado por las cadenas que lo encierran.

Todo junto a mí está perdido. Quizá el último de mis delirios deba conservarlo aún. Quizá no. Sólo puedo aceptar el desafío que consiste en seguir respirando. Sólo puedo rendirme. Decido esperar. No se muy bien hasta cuándo. Mas cualquier cosa antes de humillarme ante la servidumbre de este mundo. Antes de la derrota de lo perfecto. De lo común. Perfección endiablada en la ausencia de pensar. Recuerdo: la libertad está en ser dueños de la propia vida. Y sé que sólo eso me queda por cumplir. Algo me lo impide. Esta agonía tiene un amo. O dos. Papel y tinta –o teclado, detalle de los nuevos tiempos en este pérfido oficio—. Yo obedezco gentilmente, como siempre. El fin está lejano. Una sola es mi tarea. Un austero precipicio al que llegar. El resto queda prescindible. Como hueco de huida en la multitud. Sed intelligere. Es pensar. Escribir: libertad.

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