10/12/2005

Retrato de un telón


Educar es formar personas aptas para gobernarse a sí mismas, y no para ser gobernadas por otros. Herbert Spencer

Hay en el desorden matinal de la facultad un fascinante atractivo para el observador pasivo que se resiste a protagonizarlo: la disección sociológica de los ineptos peones siervos del tablero académico que pronto constituirán un fresco aperitivo ante las mandíbulas laborales. Reconozco que es irresistible atender al sainete. Los aspirantes fluyen por los pasillos como si de parásitos narcotizados se tratase, mientras de vez en cuando, se localiza entre la muchedumbre a los vanidosos dueños de la criba definitoria. Son identificables también, especialmente en el momento en que el resto de agentes desaparecen a través de las puertas que alumbran al laberinto, algunos seres dotados de supuesta actividad intelectiva –nadie me lo demostró nunca— que se tambalean de vitrina en vitrina con columnas de papeles multicolores entre sus pulcras y estiradas manos. Responden al sugerente título de PAS –otra vez unas terroríficas siglas asociadas a un algo ilimitado y sospechoso—. No suponen más que el enchufe necesario entre el ser terrenal y la casta burocrática que el recíproco humano decidió construir para pavonearse de su propia insensatez. Y de la suciedad que limpiar, claro.

Esto sólo sería cuestión de culebrón, o ácida parodia, sino fuera por el verdadero dramatismo de la estampa. Y la naturaleza de la situación que se prevé irresoluble –la ignorancia supone esclavitud, el hambre servidumbre, y esto no es más que el opio de la clase dirigente todopoderosa—. El hábil espectador asiste impávido al reparto de roles. Y sin rechistar. Eso sí, no hay aplausos finales. No existen. El espectáculo circense se hace en ese instante mudo. Invisible. Todos perciben el desconocimiento sobre lo qué ocurrirá cuando termine la actuación, y por ello, la incertidumbre se apodera del entusiasmo que puedan manifestar una serie de palmadas simbólicas o gemidos triunfantes. Hasta que ese momento llegue, sólo queda el tambaleo diario por los mismos pasillos –como quien recorre los de un quirófano, que supone en este lugar, un eufemismo de confort—, y por las mismas jaulas rectangulares de profundidad inagotable para la escasa docena humana que permanece allí perpetua, con cadenas, ante el displicente paso del orador de turno. Una vez que alguien atraviesa sus muros no hay huida posible. Incluso el prófugo tendrá que soportar esta irrealidad sobre el resto de su condena –que es su vida—. Las paredes de ladrillo (falso azulejo en algunos casos), los áridos pupitres de colores irritantes, los suspiros tediosos, el insoportable hastío de las horas, la tiza blanca que actuaba de opiáceo. Todo. Todo aquello que es todo esto. Lo que aún permanece ante mí, y me acompañará siempre, en vida y en recuerdo, en memoria y en realidad. Después del paso por esta cárcel todo tornará en su sinsentido, todo tendrá su forma y todo me seguirá torturando en su lugar. Trabajo, casa, papel, silla, café, polvo blanco, y –¡horror!— también los libros, todo quedará herido por su figura, la figura de una encierro de cinco años que no tiene sentido. Su huella está ya en mí. En mi alrededor. Para siempre. ¿Es justo perder cinco años para celebrar el inicio de una huida que me perseguirá hasta el cofre de ceniza? ¿Es preciso cruzar estos pasillos para salir a la nada? Nadie lo sabe, pero todo el mundo actúa. Yo también. Caemos aquí, y morimos entre tanto. Viendo pasar a los indómitos personajes por la pizarra cetrina. Sumidos en nuestra mediocridad, que sólo hace aumentar con los pupitres, para regocijo de otros.

Finalmente, las más astutas presas, los que no se pierden en el laberinto, logran deshacerse de esta pesadilla y situarse ante el precipicio de la salida. Incertidumbre. ¿Y ahora qué? Qué camino escoger, qué error volver a cometer, qué tiempo malgastar, a qué otras cadenas devolver nuestros pies. La perorata anual, y después la escena se extingue. El telón se abre ante nosotros. Entonces, nada. Detrás, el vacío. Nada. La esperanza era sinónimo de ignorancia. Ahora trasmuta en desesperación. En nuestros locos intentos, renunciamos a lo que somos por lo que esperamos ser: lo dijo un tal Shakespeare. Recordar un pasado y comprender que la puertezuela desde la que nos prometieron divisar un paraíso alcanzable, es tan sólo un muro de ladrillo prendido ante nuestra nariz. El telón, cerrado. El muro, de vergüenza. Un flácido papel sellado –llámese título— produce risa. Y cobrándonos la fotografía de nuestra cara ordenada con el alfabeto, y los supremos magos dirigiendo en el extremo superior la estampa. La orla es el retrato del telón. La imagen del precipicio. De la graduación, dicen. Casi carcajada. Casi lástima. Exasperación para las atolondradas neuronas. El proceso es diseñado en la fábrica. Pagamos la entrada, nos dan forma, y una vez tasados y cortados a su medida, abren el horno con sigilo, y de la bandeja salen hornadas y hornadas de galletas recién doraditas, en busca de algún truhán hambriento a la espera de devorar los últimos átomos. Entonces, los actores –en este caso, galletitas—, siervos de aquellos preceptores que miraban con astucia y gesto constreñido, se convierten en desamparados. Dejamos de ser fichas de un tablero para convertirnos en vertido sobrante en el terruño de avizor, que es la tierra del curriculum [vitae]. Todos contribuyen con estulticia a que se repita una y otra vez.

Así seguimos. En manos de alguien, sea funcionario o emprendedor. Sea Estado, en fin. No se diferencia mucho de la máquina soviética. Del campo de labor. Con ropa nueva, eso sí. Y según continúan deambulando los estudiantes ante el banco de la facultad, más irreal me sigue pareciendo este teatro. Y más necio su final. La licenciatura. Veleidad. Ese telón que encierra un desierto. Pantomima cruel la de la Universidad. La de nuestra vida. O muerte.

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