1/29/2006

Parecidos razonables

Ya está bien de sacar parecidos. Parecidos físicos: cromosomas. Absurdos. Basta. Al menos, basta por hoy, por ahora. No hay costumbre más típicamente inútil, más sugestiva, más ridícula, que curiosear cuántos lunares halla un crío situados en el mismo sector del entrecejo que su padre, aliviando nuestras maquínicas predicciones. Abochorna a cualquier humano dotado de un mínimo de racionalidad. Es un espectáculo grotesco. Tan repetido como falto de inteligencia. Que la reproducción en los seres vivos conlleve la herencia de células, es un asunto, que no deja de tener su interés de cara a los aspectos meramente científicos. Muy bien. Que algunos padres (de género masculino) tengan que satisfacer, de una forma determinada, su curiosidad sobre la procedencia verdadera del bebé que se les atribuye, bajo sospecha de portar genes distintos, es otra cosa distinta. Me parece igualmente idóneo, pues no deja de ser la resolución empírica de una inquietud, de una suposición, de una duda, o de un conflicto importante a efectos públicos (jurídicos, patrimoniales, administrativos…) y personales, que no puede demostrarse de otra forma. Sin embargo, ambas cuestiones se han llevado a extremos inimaginables, convirtiéndose en un esperpéntico trajín de vocecillas chaparreras, tradiciones repulsivas, supersticiones serviles, fantasmagóricas inercias familiares, vacuidades congénitas, rituales complacientes, conceptos abusivos (por no faltos de polémica), vaguedades terminológicas, y consecuencias ominosas para todo habitante de este planeta, y de la Historia que cargamos a cuestas.

Rodea nuestras vidas de día a noche. Inunda las instituciones, tanto políticas, como sociales. El Estado, esa gran máquina de mascar intimidad, lo exhibe, atravesándola, cuando se lo propone. Hablar de identidad es peligroso. Sobre todo cuando no sabemos a qué tipo de identidad atenernos, y dónde se funde la tenebrosa línea de “identidad”, puramente terminológica, con la masacre totalitaria fundamentada en el tipo sanguíneo –típicamente nacionalista, por otra parte—. ¿Qué tiene un hijo adoptivo que no posea un hijo biológico? Mejor dicho, siendo precisos: ¿de qué carece uno respecto de otro? Un hijo adoptado por unos padres distintos no deja de ser hijo biológico de sus primeros padres, es decir, es un ser humano con las mismas características, procede del mismo sitio que todos los demás. La diferencia radica exclusivamente en el plano científico. Y el problema llega cuando hemos de generalizarlo e introducirlo en ámbito sentimental. Porque todos conocemos hasta qué punto es capaz alguien de conceder primacía al gen. Predicando, eso sí, la igualdad, y adulando la bondad desmesurada.

Bien es cierto que a escala mundial existe un evidente desequilibrio poblacional. Llamémosle desarrollo-subdesarrollo, para evitar tecnicismos. Es preciso derribar este tipo de hermetismos absurdos, los complejos sentimentales, para darnos cuenta de que las soluciones a ciertos problemas de convivencia demográfica no sólo se encuentran en estadísticas casuales, organizaciones [no] gubernamentales, limosnas y misiones, herencias megalómanas, pacifismos insoslayables, voluntariedades aparentes, o conformidades sexuales. Nunca está mal toda esta hecatombe activista. No lo neguemos, si de ayuda se trata, pues muchos lo acabarán agradeciendo. Sin embargo, la personalidad debería reposar sobre la inteligencia individual, la observación, el rigor concienzudo, y la actuación racional. Nunca la masificación de costumbres. Se requiere un mínimo de sensatez en estos tiempos. Retomo aquí –es esencial volver siempre al maestro— unas líneas de Gabriel Albiac: “Ningún entusiasmo por mis genes me movería a multiplicar un mundo que sé excesivo. […] Si no transformaré ya el mundo, tal vez me sea posible mejorar el de un par de crías perdidas en el horror de un universo incurablemente irracional. Que eso es todo. Y que a eso sólo no renunciaré.”

Me podrán decir ustedes: y, a usted, insolente estudiantuela, ¿qué le incumbe? ¿Por qué se mete en estos controvertidos vericuetos en los que nadie la reclama? ¿Para qué se compromete de esta forma con sus propias ideas, en apariencia, harto simplistas? Pues bien. No dejaré de inmiscuirme, al menos a día de hoy, en una idea que pienso básica. Quizá sea que he tenido la suerte de conocer la experiencia de una adopción cercana. Ni siquiera comparto el color del pelo con los dos adoptados, sólo un frío apellido, uno, eso y el gusto por el chocolate extrafino y las volteretas lúdicas. Quizá sea que el ansia ribonucléica se desprende, hoy, sobre todos y cada uno de los rudos intersticios de la vida nuestra, apropiándose de gran parte del entendimiento humano. Menos incumbe este tema al “Poder Burócrata” de turno. No deja de ser una elección personal, en la que nada ni nadie ha de interferir, menos aún para estorbar o entorpecer dicha decisión con sus tentáculos omnívoros e inagotables, o sus lástimas solidarias y meritorias. Escribo esto porque nadie lo hará por mí. No vivimos más que un mundo de cómodos camaradas, obedientes, ante todo. Decidí hacerlo, al empezar el primer párrafo, con el deseo de reflexionar para mis adentros. Exclusivamente.

Tengo la suerte de conocer a dos niños emparentados (únicamente por conveniencia judicial) que, gracias al hecho adoptivo, sobreviven. De lo contrario, de no haberlos adoptado sus padres, habrían sido suplidos perfectamente por otros dos churumbeles de iguales proporciones, incluso con genes heredados (y por ende, posiblemente con el mismo color de pelo que su progenie); en ese caso, los adoptados se encontrarían ahora mismo tragando polvo (quizá blanco), o inhalando pegamento en algún oscuro y gélido túnel de metro kremliniano. Eso con la mejor de las suertes, pues, posiblemente habrían sido entregados al sueño profundo en una de esas dañinas noches de congelación callejera. O, también, se podría haber presagiado un futuro de espanto y crimen en algún burdel posmoderno, en alguna casa de loqueros, o desterrados en una prisión siberiana. Afortunadamente, ahora duermen, confortables, junto a un radiador caliente, con cinco platos de comida diaria, incluyendo entre medias un bombón de chocolate extrafino, además de una sarta de técnicos juguetes, un lapicero con el que dar forma a números y letras, un asiento en una escuela local, pinturas multicolores, ordenador, vestimenta excesiva, y, seguramente un futuro bienaventurado en alguna multinacional. Nadie perdió nada. Resultado: ganaron dos chicos. Se ganó algo insignificante para la máquina expendedora de fotocopias, para el servidor de matasellos, o para la pirámide demográfica campaniforme, un número casi ridículo si de estadísticas generacionales se trata: se ganó salvar su vida. Dos vidas. A cambio de nada más. Bueno, a cambio de tiempo, quizá. Dinero, probablemente –esto último es lo más deleznable de todo. O madera de árbol, para poder sellar papeles e informes, es más que seguro. Y ahí nos quedamos. Pero, permítanme, con esta historia no pretendía soliviantar a nadie. Apenas anoto mi opinión.

Nada más queda. ¿Acaso sería justo hablar de precio en este caso? Sería una inmensa aberración. ¿Qué queda, entonces, de la herencia celular, cuando se estimula nuestra sensibilidad con una emocionante experiencia? Tras la velada, volvemos a hipnotizarnos con el poder hereditario. La estupidez humana también se perpetúa. Y con ésas estamos. Mojigatos, volvemos a acoquinar nuestras mentes ante el aplastante vahído, repelente, de la burocracia y el conformismo. Opacados en la costumbre de cuestionar sobre el parecido físico entre criaturas y progenitores, fijamos el ángulo de la vista, y permanecemos distantes al destello, siguiendo la estela de los demás, condescendientes todos. Parecerse, o morir. Prodigamos el eco de oscuros presentimientos. Estridente costumbre: parecido, o muerte. Mas sólo nos queda una verdad: parecido y muerte, ambas juntas, son dos caras de una misma moneda. Semejante aquí –antes que Nada, mejor que lo extraño— y muerte allí, en lo ajeno, en el dominio del taquígrafo, en el binomio “niño-dinero”. ¿Conclusión? Adopción, o muerte. Seamos razonables. Algunos lo tienen claro. Aunque sólo sea por llevar la contraria. Recordemos: sólo de lo distinto puede predicarse lo idéntico. Es necesario. El irradiar diferencia donde identidad, y anteponer una vida al color de pelo. De lo contrario, resonará la barbarie. Así de real. Así de cruel. Nada cambia: ceteris paribus.

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