2/12/2006

Nuevos aires

Una cosa es cierta. De no ser por Pepín Blanco nadie sabría quién demonios responde al nombre de “Zetapé”. El no haberlo patentado nos habría evitado un montón de mofas y jeribeques regocijantes que hacen de este Gran Reloj llamado vida, si cabe, un poco más apacible y llevadero. Porque el dúo de ases, sumo creador y juguete patentado, lo requieren. Genio y figura, sombra y estandarte, confabulados. Inolvidables. También hay que reconocer que el no haber sabido de estos dos paradigmas del tartamudeo compulsivo habría hecho más tibia la luz del día en nuestras vidrieras televisivas. Ahora bajamos la persiana, por el puro placer de no ver sus rostros y no escuchar sus peroratas mitineras; pero, respóndanme, por favor, ¿qué haríamos sin ellos? ¿Qué habría sido de los telediarios sin sus rostros estampados tras los micrófonos? ¿Qué sería de nosotros, pusilánimes televidentes, sin esas carcajadas diarias que provocan sus convulsiones léxicas? La vida sería terrible. Un “valle de lágrimas”, posiblemente. La política seguiría siendo necesaria, continuaríamos siendo atraídos por el sainete político, por el aburrido juego de cartas. Nada nos alejaría de soñar con posar nuestros propios rostros tras esos micrófonos. La política continuaría significando penuria, sacrificio, papeleo, términos incomprensibles para el común mortal, exquisiteces deliberativas, a las cuáles sería completamente imposible acceder como ciudadano. No nos sentiríamos invitados a abandonar nuestras carreras universitarias en segundo curso, y afiliarnos a unas siglas prolíficas para ganarnos el pan. Habríamos seguido estudiando; con suerte, llenado los buzones de Recursos Humanos en las multinacionales; abriríamos un periódico, e inmediatamente, seguiría siendo inevitable soltar un bostezo. Éramos vulnerables a los mensajes electorales: picábamos. La papeleta era inquebrantable. Todo un acto de madurez, piedad, e inteligencia. ¿Alguien se ha preguntado qué ocurre ahora?

Ahora, gracias al dúo, y a los que llegan tras ellos, la política se ha convertido en un género artístico más. Es la Gran Oenegé, que recolecta genuinamente a sus pobrecitos hombrecillos, carentes de sentido competente, abandonados en medio de la inmundicia laboral, desorientados ante el trajín de informes, propuestas, acuerdos, maletines, y laboriosos discursos parlamentarios, propios del tablero político de antaño. Todo eso ha muerto ya. O, mejor dicho, pues los maletines nunca mueren del todo: han sido reemplazados por el dardo de la demagogia, por la estrategia comunicativa, por el diseño de masas auditivas, por la genialidad de la sonrisa oportuna y al protocolo maltratado. El telediario se ha revitalizado. Nuestros ánimos, con él. Encendemos las pantallas como pasatiempo, y no como requerimiento informativo. Sonreímos a la vez, aun por causas distintas. Las caricias al diccionario se han sepultado. ¿Y qué si la ignorancia se perfuma? ¿Para qué sacrificarse en la facultad? Del bachillerato al estrellato, y sin pegar carteles electorales en campañas absurdas. La vida es un cartel entero, y polifónico. La calle abre espacio a la cámara ilustre. Basta una oportunidad, basta la brusquedad permeable, basta la labia rebosante. Un nuevo reparto: el bufón donde el letrado. Y nosotros reímos. Somos más felices así.

Siempre fue una escenificación aguda. Pero, seamos conscientes, en este tiempo de pepines y zetapés se ha hiperbolizado. Somos más conscientes de su trampa. Nos hemos deshecho de la seriedad suculenta, de forma que ahora somos incapaces de tragar una trola mitinera: inmediatamente sucumbimos ante la risa y el olvido. Y es de agradecer, sinceramente. Prueba de ello: los documentales de la sabana africana han cedido sus espacios a programas de guiñoles, de imitación, y de gracejo político. Todo se ha convertido, de la noche a la mañana, en el gran paraíso de la broma relajante. Ya no utilizamos el fluir de la naturaleza, ese silbido amazónico, para reposar el almuerzo de mediodía, lo suplimos por la voz de los improperios legislativos materializada en el trasmisor del boletín electoral, dejando también de lado esos aburridísimos noticiarios. Las sesiones de ventrílocuos son aclamadas. Son aplaudidas. Y, en ello, nuestros dos heroicos caballeros inauguran la nueva estampa. Y, detrás, no nos engañemos, viene el resto de libertarios.

Todo se ha trastornado. El esperpento ha llegado, se ha colado en nuestras vidrieras, sin permiso siquiera. Retirémonos al sofá. La era del código “ZP” sólo ha hecho comenzar. El principio del principio de un “algo desconocido”. Inhabitado, inhóspito, tanto como atractivo. Irresistible es atender a ello. Incontrolables muecas de desparrame risible se están apoderando de nuestras antes irascibles sensibilidades. Unos inventan, otros desbarajustan. Unos dicen, otros toman; sueltan y recogen la pelota, las raquetas se lanzan al aire, los trasiegos de pasillos alfombrados se trasladan a los polideportivos, con sillas de plástico entintado. Somos afortunados. Congratulémonos de haber nacido en un ayer con sol, y no antes, bajo los nublados. La rayuela ha llegado. Abramos paso, y compremos palomitas. La entrada es gratuita, obligada. El tiempo de la “leyorgánica” ha dado paso al del altavoz. El desastre es inminente. ¿Qué nos queda pues? Panem et circenses. Observar atentos, y desternillarnos. Inevitable. La vida en rosa. La política: el folclore alegre y florido, que deshumaniza las urnas, y a la vez, nos ahuyenta del Reloj. Estamos de enhorabuena. Bienvenidos todos.

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