3/17/2006

Ebriedad borreguil

No es libre el que se ríe de sus cadenas. (G. E. Lessing)

No bebo. No fumo. Lo afirmo. Orgullosa. Nada. Ni alcohol ni humo. Nunca lo he hecho. No puedo apostar por el futuro incierto; seguramente, si conservo mi sano juicio, me arriesgo a decir aquí que no lo haré. Personalmente, me repugna. Y, sí, también lo confieso: soy joven y me divierto. Mucho. Es más, para remarcarlo: soy, lo que muy comúnmente se denomina “una universitaria”. Ayer mismo, durante seis horas, en un local cerrado llamado discoteca, y, a continuación, en una gruta abierta llamada calle. Con la simple ayuda de una botellita de agua –la cual no dejaba por ello de tener un precio rotundamente excesivo. Y no se divierta así, únicamente, la que escribe, a la cual quienes conocen podían tomar por demente, por rara, por inconformista anacrónica, o, más rigurosamente, por estúpida. Cinco jóvenes más me acompañaban. Otros cinco universitarios de procedencia variopinta, ayudados recíprocamente por sus respectivos botellines de agua. Agua. Agua, música y carcajadas.

El espesor de humo azul era completamente opaco. Recordaba un pasaje en el cuál el protagonista luchaba contra los efectos del éter en una vieja novela del decadente Millás. Hubiera preferido un tranquilo bar en el que conversar amigablemente mientras ignorábamos el mundo. Pero, seamos conscientes, todos necesitamos curiosear. Despierto hoy: el olor a pollo asado se me hace irresistible pese a encontrarse mi olfato en el quinto ultramundo. La luz inunda ya la habitación. Debe de ser mediodía. No fue un sueño, la música sigue inundando los resquicios de su alojamiento en mi occipital. Enciendo, de forma inofensiva, un aparato mortuorio llamado televisión. Primera noticia, primer titular en un telediario nacional. Primera imagen: mi ciudad, mis compañeros de clase –a quienes saludé hacía cosa de veinte horas sentados en sus pupitres durante la clase de Teoría Monetaria en el edificio adyacente— borrachos hasta las muelas, en una “Fiesta de Industriales” saltando y esputando ininteligibles desmanes junto al reportero, quien les observa horrorizado, a la vez que se agarran de un inofensivo carrito de la compra cargado de obscenas litronas para subirse posteriormente a él. Como niños. Sin serlo. Peor aún. Instantáneamente, una incontrolable respuesta toma vida en mi voz:

- Mamá, voy a seguir durmiendo otra hora más. Creo que estoy delirando.

¿Delirio? ¿Inocencia? ¿Impertinencia? No. Sobre ello dicen: es la juventud de hoy en día. La que se emborracha hasta pudrir sus dientes en vino de supermercado. La que muge y desvirtúa la noción que, por humanos, tenemos concebida sobre el sentido. La que se desparrama por el tan encharcado como escarpado césped de un campus universitario al cuál a diario acceden permisivamente perros y demás mascotas para depositar sus concritudes. Falso. No es así. Son éstos ufanos jóvenes quienes aún permanecen dormidos bajo las etílicas neuronas de sus resonantes huecos craneales, divagando en sus ineptitudes sepulcrales sobre el dominio del complejo. Pero, en ellos, no estamos los demás.

Botellón: macrobotellón. ¡Al carajo el resto! Nos aconsejan: no sabéis divertiros. Unos, por expertos sociológicos adultos. Otros, por compañeros ebrios, mas no de spleen, sino más bien de inmadurez compulsivamente contagiosa. Y peligrosa. Déjeme, señor Reloj, seguir siendo joven. Todo sea por reírme de mí misma, permítame. Y congratularme de no profanar ese sitio llamado universidad. Sino riendo. De ellos. De todos. De mí, luego. Con un botellín de agua en mis manos. Y bailar hasta las tantas de la madrugada, bajo el estruendo luminoso de focos, humos, estridentes ritmos, voceríos, para acabar en el instantáneo rugido del silencio en unas impenetrables calles vacías. De noche. Luna llena. Y dormir luego. No nos llamen por el mismo nombre. No nos ignoren. No nos acoquinen por no hacer más ruido que silencio. Basta ya. Todos nos divertimos. Que despierten otros. Más lo necesitan. ¡Acabáramos!

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