3/11/2006

Once de marzo... y vuelta la burra al trigo

Puedo escribir los versos más tristes esta noche…

Sí, claro. Todos podríamos escribir palabras afligidas este mediodía. O acompañarlas de una melodía oscura. Podríamos mostrar repulsa injustificable. Colocarnos en la primera fila del corro que guarda un minuto de no sé qué. Verter lágrimas y vanagloriarse de la mutua constricción apenada. Podríamos afilar el lapicero y satirizar el universo, o untar su punta en miel pegajosa para regocijar al lector, siempre que éste exista. ¿De qué valdría eso? De nada. Como todo. Nunca serviría más que para cruzar esa abominable línea que separa la inteligencia del sentimentalismo (o sentimientalismo). Para alardear de inoportuno patetismo moral ya están otros. Procurando ser vistos. Los de siempre: los bufones de turno, o los peloteros de media noche. Es recurrente hacerlo. Y más aún un once de marzo. Queda incluso elegante. Pero también podemos callarnos. ¿Soportaremos en paz el ruido los restantes ciudadanos?

Anoto esto en silencio. Sin más. Si escribo es porque no tengo nada que decir. Menos aún hoy. No soy yo quien ha de hablar, no soy nadie para hacerlo. No conocía a ningún muerto. Ni siquiera a algún familiar. Vivo en otro sitio. No puedo evocar tristeza donde no la hay, o trastocar en la sombra de mi nombre un texto armonioso. O rendir homenaje: ¡qué calamitoso! ¿Acaso es eso sentido común? No haré nada durante este día más que callar. Cualquier otro sería idóneo para escribir versos tristes menos hoy. Hoy no. No. Los aniversarios –dícese de tragicómicas circunferencias en torno a unas ficticias cifras cuadriculadas— son repelentes. Ni siquiera es jueves, sino sábado. Pero, repiten, hoy es once de marzo: toca llorar. Basta que todo el mundo diga majaderías, para que una guarde silencio. Me niego a hacerlo hoy, y comenzar a reír mañana, como si nada hubiera pasado, más que el ingrávido complejo de no ser menos que el vecino. Pues no. No se ha olvidado en estos días pasados, no vamos a recuperar tristezas.

Y el verso cae al alma como al pasto el rocío…

Lazos negros. Muy bien. Banderas de España con crespones, listas de nombres, imágenes, reportajes especiales, conmemoraciones de corbata y maquillaje, peroratas mitineras, oportunismos mediáticos. Y pañuelos, obviamente. En la edición digital de El País han colgado lacitos negros hipermodernos tras los cuáles se esconden los nombres de algunas víctimas. Luego, como en el resto de periódicos, relatan a su modo y manera las adversidades o heroicidades de aquellos aparatosos días. ¿Y qué demonios hacemos con toda esta sarta de oportunismos matutinos? Bazofia. Despierto esta mañana: en la Sociedad Española de Radiodifusión habla una especie de psicólogo, acompañado por una sobria musiquilla, sobre los problemas que el terrorismo provoca en sus víctimas –es una discreta y subliminal fórmula para colocar donde víctima de asesinado, un prófugo paranoico, y con ello deshacerse una vez más de su dignidad. Un espasmo surgió en mi interior. La compasión de la grotesca presentadora termina con mi café: en el baño. Al menos evitaré encender la televisión. Un titular en ABC: “los islamistas calcularon que las explosiones coincidieran con la mayor presencia de viajeros”. Y lo descubren ahora. Como quien dice, de aquellos polvos, estos lodos. Sinceramente, me van a permitir: todo esto me parece lamentable. Y no seré yo quien contribuya a inflar aún más la pelota. Traigo a colación unas líneas del maestro: “el terror no es la muerte, es su espectáculo”.

A fin de cuentas, algo ha cambiado a la luz del día. Voy temprano a la biblioteca. En esta otra Ciudad, todo parece seguir exactamente igual que ayer. Quizá el sol, que comienza a despuntar con energía primaveral, quizá una jovial viejecilla martilleando el timbre de un convento de carmelitas, sean los únicos extraños de mi mañana sabática. Un trabajo de diez páginas sobre la reciente reforma fiscal ocupará mi tarde, y probablemente el resto de la semana. Los intersticios se cubrirán de Rimbaud, o de un Siddhartha en edición ilegible. Nada cambia. Prueba de ello: Zapatero trajeado, dicen en la radio, sonríe hoy también. Los asesinados llevan en no-estando dos años ya. Y los asesinos. Quién sabe. Dos años, reitero. Parece que fue ayer. Eso se nos escenifica. Pues no. Dos años desde aquella clase de geografía en el instituto. Ahora hay facultad, y hay suspensos. Ahora pierdo horas muertas en la biblioteca. Los únicos que no han podido cambiar están muertos. Y punto.

Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos...

Retorno al otro, al de negro. “El alarido y el espectáculo de las rituales plañideras trueca en calderilla la tragedia, la envilece. Enfatizar la muerte es obsceno. E inmoral. La muerte es el absoluto. Y, del dolor que ella pone en los que quedan, sólo un silencio absoluto podría dar medida. Que detesto, pues. En lo estético: lo moral.” Obscenidades, al fin y al cabo. Somos humanos, es cierto. No hay más que despertarse un once de marzo. Ese vocerío indecente: siempre ruinoso, siempre falso. Habrá que verlos dentro de dos días, o de tres. Pero me abstendré de hincar el diente, pese al placer inmediato que me reportaría, por simple respeto. No es hora de llorar o criticar, sino, efectivamente, de guardar silencio. Sólo eso. Eso solos. Los que hemos sobrevivido a los trenes, como ciudadanos anónimos, no somos quiénes para llorar compungidos, mostrar dolor o dar lástima –arcadas más bien. Si acaso, sus familias: donde realmente se halla el hueco. El resto, es nadería. Cualquier otro día para hablar. Nada devolverá a los muertos. Las palabras no cambiarán la realidad: ruido, sólo mentirán. Contra todo esto, al menos, por el ínfimo respeto que aún podemos hallar: silencio. Silencio, por favor. Hoy, once de marzo, callemos. Silencio…

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos…

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