5/27/2006

Tácticas de un sábado errante

Un pozo sin fondo. Qué más se puede pedir. Fatal, Marta, vamos fatal. Pero, la verdad, mejor la caída al vacío que la tumbona en la superficie donde quema el sol. Abochornante. Sólo se me puede ocurrir hoy madrugar. Sí, ¿es que no tenías otra cosa mejor que hacer o qué? Y madrugar para ir a la biblioteca. Toma ya. Peor aún, tras media hora en la sección de “Impuestos. Bolsa” –obligada por la ferocidad de las estúpidas fechas pasajeras— tus pies se dejan llevar por las estanterías, e imantados por la sonoridad del silencio hueco se deslizan hasta la de “Política”. ¿Pero estás loca? ¿Es que no tienes bastante con ver un hipocondríaco telediario de quince minutos al día? El remate es que para alcanzar la salida de la sala has de atravesar indistintamente “Historia” o “Filosofía” (izquierda/derecha). Qué genialidad. Malditos técnicas alfabéticas en manos de crueles funcionarios. ¿A quién se le ocurre hacer una sola salida en una estancia circular repleta de libros y de silencios? Por si fuera poco, una vez extraviada en el tiempo de la permanente indisposición, me decido a salir de allí con varios libros sobradamente dilucidados (Cernuda, un Supuestos Prácticos del IVA y Friedman). Paso por ¿caja? Y retorno al esplendor caluroso de la calle atiborrada que ya había cristalizado en mi memoria. ¿No podría inventar un subterráneo desde la biblioteca al sótano de mi bloque? Está lejos. ¡Cáspita! Me digo: ¡he de atravesar Juan Mambrilla a la fuerza! Ninguna alternativa a la sombra. Ciudades castellanas... ¡Oh! ¿No podría haberme quedado en casa estudiando tranquila? Las calles van sucumbiendo ante la ferocidad del sol de mediodía. Una vez alcanzados mis temores no hay remedio. La librería de viejo se antepone al calor. Mi mirada, desde lo lejos, tratando de distinguir si son veinte o treinta los libros de oferta anunciados en el exterior.

Donde habite el olvido,
En los vastos jardines sin aurora;
Donde yo sólo sea
Memoria de una piedra sepultada entre ortigas
Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.

Donde mi nombre deje
Al cuerpo que designa en brazpos de los siglos,
Donde el deseo no exista.

En esa gran región donde el amor, ángel terrible,
No esconda como acero
En mi pecho su ala,
Sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento.

Allá donde termine este afán que exige un dueño a imagen suya,
Sometiendo a otra vida su vida,
Sin más horizontes que otros ojos frente a frente.

Donde penas y dichas no sean más que nombres,
Cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;
Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,

Disuelto en niebla, ausencia,
Ausencia leve como carne de niño.

Allá, allá lejos;
Donde habite el olvido.


Acadabrante. Difícil de confesar, pero la historia acaba así: Friedman y Materiales peleándose por abrir sitio en mi brazo, junto a versos tristes y exenciones, de camino a casa bajo un sol de muerte. El tipo de la librería que me miraba con aires de sabelotodo debió de quedarse impresionado conmigo. Caray, a mi edad estos sitios no se frecuentan. Y estas revistas anticuadas no han de comprarse. Nadie me obliga a leer. Ni a identificar siglas con nombres y con términos arcaicos o bellos versos. Tendría que estar luchando contra la gravedad de una resaca sabática. ¿Por qué se me ocurre ponerme a curiosear una revista marxista de 1978 en una librería de antiguo? ¿Por qué la compro? ¿Es que acaso me aburro? Sí, he de estudiar. Tengo cosas mejores que hacer, pero estos incomprensibles guijarros con los que tropiezo a cada dos por tres me van alejando de la realidad. ¡Qué maravilla!

Lo lamento. Aunque me he quedado sin excusas de muestra. No debí haberlas malgastado cuando trataba de convencer a mamá de que el canje de las dos entradas de Amancio Prada por las Obras de un tal Freud aburrido era una de las mayores virtudes de ser mi madre. O cuando tuve que soportar medio viaje a Oporto con Albano y su felicidad a toda mecha en el coche, porque era papá el conductor y me equivoqué de atajo en Aliste. Lamento que sea tarde para regresar al Mundo. Porque no quiero. Y lamento preferir malgastar mi dinero en un Materiales de doscientas obsoletas pesetas, que en un lápiz de ojos nuevo. Además, lo uno no quita para lo otro. Pero son más difíciles de conseguir, las palabras caídas. Lo otro, al fin y al cabo, nada que una no esconda ya en sus bonitos ojos miel. ¡Ja! (Lárgate, Humildad, éste no es tu día).
Malsana inquietud. ¿Qué demonios hago yo manoseando un artículo de Etienne Balibar sobre la (ir)responsabilidad de los comunistas? ¿Y qué me impele a destrozar las ya de por sí arrugadas hojas de Agnes Heller? ¡Ni siquiera había nacido cuando editaron el número! ¿Significa esto que estoy explorando mi prehistoria? ¿Acaso ha dejado de corresponderme esa insolente vida con la que me obsequiaron en una mueca de desparpajo otoñal? ¿Qué pinto yo en este espacio/tiempo? Ya, vale, ya sé cuál es mi película favorita. ¿Importa el pasado más que el futuro? ¿Importa el presente? ¿Importa esta inoportuna interrogación de demás? ¡Anda! Descubro en el interior del número que los términos filosóficos dan paso a los nombres. Y, con el paso de las hojas, se puede confirmar que este número está completamente tomado por las siglas de organizaciones infinitas. Rudolf Bahro criticando el socialismo real: maldita ignorancia, -¿quién es este hombre con aires alemanes?. No hay más que siglas y nombres propios que extrañamente ya pasaron otras veces por mis sentidos. Me pierdo en las hojas de un pasado tuerto, y muerto.

El reloj: ¿para qué? Y aquí llega la duda: ¿es recomendable alejarse de la realidad? ¿Serviría de algo permanecer abstraídos en otro universo, caer hipnotizados irreversiblemente en el interior de libros antiguos? El olor etéreo que se desprende de cada página, ¿alguna vez despertaremos? ¿Querremos despertar? Para qué, leñe. Cuanta menos luz mejor. Si, al cabo, descubres que aquella grandísima amiga tuya ha sido carcomida por el pintauñas y su único interés en la vida es un rollo de media hora con un musculitos-camisa-mojada. Y el otro remilgado amigo ha sido satanizado por las pipas de sal de camino al estadio. ¡Arrobas insaciables!

Y el lápiz de ojos caducó.

Y las cáscaras cayeron al suelo.

Like a rolling stone
. A todo volumen. Ya que hoy desvarío, vamos a desvariar del todo. Y recuerdo muchas veces aquellas palabras que el de negro me enseñó un diciembre último: "Os queda la biblioteca, supongo. Que es, al fin, lo que siempre nos ha quedado a todos. Y el placer de salir cada vez menos de ella". El placer de traspasar esa puerta impermeable, mientras el resto del mundo, entre brasas, queda a tu espalda. Y la oscuridad que llena el espacio te sugiere que un tropiezo en las escaleras de bajada sería lo menos perdonable. Qué más da. El frescor ya recorre tu cuerpo. Cerrar los ojos, mejor. Olvido. Seguir descendiendo. A salvo. La eternidad en tus manos, y sin tildes que molesten. La calamidad ha resbalado por tus dedos hasta la suela del zapato. La mirada huye del Reloj...
Silencio, por favor. Y, ¡libros, maestro!

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