9/24/2007

«Presunción y espectáculo»

La presunción de inocencia fue ideada como ficción. Que blinda otra ficción: la igualdad jurídica, a la cual Sieyès declara, en 1789, único artificio para acabar con el estamentario Viejo Régimen sin delirar igualdades materiales que privarían de potestad normativa al Estado. La igualdad frente a la ley sólo es pensable allá donde el ciudadano comparezca ante el juez revestido de la plena protección de una inocencia presupuesta. Que nadie sea culpable antes de la sentencia firme, es determinación sin la cual no hay democracia. A nadie se pedirá jamás que demuestre su inocencia: tal es el «password» de una sociedad moderna.
Lo era. Hasta que los medios de comunicación se hicieron universales e instantáneos. Y el mundo se trocó en un inmenso escenario, sobre el cual hay que hacer correr de continuo sangre y melodrama para que la clientela no zapee.

El «caso Outreau» hizo reconsiderar, en Francia, la literatura académica sobre esa joya de las sociedades libres, sin la cual todo es farsa: la presunción de inocencia. La «presunción» real, no sólo sus liturgias. El «caso» es sencillo. Trata de una epidemia de crímenes sexuales escenificados por una banda de pederastas que habrían tomado posesión de toda una periferia urbana: desde la alcaldía hasta la parroquia, pasando por padres y parientes. Las cámaras dieron de ello la cuenta que era previsibles. La prensa escrita no fue más cauta. Día a día, el espectador recibía su dosis de carnaza. Cada mañana, más horrible. Nadie pareció querer preguntarse cómo era posible que cada paso policial, o aun judicial, fuera retransmitido al público anhelante en riguroso directo. Llegó la vista oral. No recuerdo al cabo de cuantos años. Sí recuerdo que uno de los procesados se suicidó.
Que los demás habían ido quedando, material, familiar y moralmente, arruinados.
Llegó la vista oral. Al segundo día, todos fueron liberados sin cargos. Y el Estado entonó la más solemne palinodia por su error desde el «caso Dreyfus». Y la más letal para la magistratura.
Yo pude ver, luego, al juez instructor, deshecho, rendir cuentas ante la comisión de Estado. Era muy joven y había sido muy brillante. Lo era aún lo bastante para entender la raíz de su ruina: la presión de la imagen pública en torno al procedimiento había sido insalvable. «Vio» lo sucedido. Como una evidencia fílmica. Ninguna cautela metódica tuvo fuerza suficiente para poner dique a esa imagen ya «hecha». No hay «presunción de inocencia» que sobreviva a ese tipo de evidencia. Y a los destruidos acusados de Outreau, hubo que unir otro: aquel pobre juez que fue, pocos años antes, uno de los más cualificados estudiantes de su generación. «En la Escuela no me enseñaron cómo enfrentarme a esto», le oí decir.
«Caso McCann». La policía portuguesa filtra cuanto sabe o supone. En minutos. El comisario jefe «no querría tener una madre» tan fría como la de la desaparecida. Antes aún de haber cuerpo del crimen, la policía y la prensa popular han abierto vista oral. ¿Qué queda de la «presunción de inocencia», después de eso? Debería preocuparnos. Es mucho más letal que el «caso» mismo.

Gabriel Albiac
17 de spetiembre (La Razón)

7 comentarios:

Nicholas Van Orton dijo...

Las sociedades juzgan y emiten un veredicto; pero éste suele ser inapelable. Siempre les acompañará la sombra de la sospecha.
Saludos.

El Cerrajero dijo...

¿Le llamarán 'vista oral' porque todo lo que dicen que ven, nos los quieren hacer tragar?

Violeta dijo...

Muy interesante. Gracias!!!
Besos

Ramiro Semper dijo...

A mí, este personaje de Albiac siempre me ha dado grima, como todos los ex-progres reconvertidos al liberalismo más reaccionario. De cualquier forma, el hecho de que defienda a los padres de la niña inglesa desaparecida (imputados, no lo olvidemos, como principales sospechosos de la desaparición) me parece que obedece más a una pose de rancio "enfant terrible" que a una convicción profunda. Reconozco, no obstante, que no soy imparcial, ya que el Albiac éste siempre me ha parecido el hermano canijo y egocéntrico del calvo de la Lotería de Navidad.

http://antorchanegra.blogspot.com/

Ninguno dijo...

Espero, amigo, que su blog no continúe la tradición de respeto y conocimiento que ha demostrado su comentario. Déjeme al menos que muestre rechazo por sus palabras y por la ignorancia de la que hacen muestra acerca de uno de los mejores filósofos y columnistas de este país; le recomendaría encarecidamente que conociera primero. He ahí una convicción profunda.

Un abrazo a todos!

Laura dijo...

Albiac, aquí, tiene toda la razón. Y no me parece que defienda a los padres. Sí defiende el derecho a la presunción de inocencia, que los periodistas se empeñan en ignorar, hablando siempre del "presunto culpable", el "presunto agresor", el "presunto homicida", etc, etc. Ya saben: calumnia que algo queda.

Fray Diego de los Ángeles dijo...

Aquí, Albiac, como casi siempre, habla muy sutilmente de otra cosa, con el pretexto de la presunción de inocencia. Intenta esbozar una crítica a no se sabe muy bien qué, pareciendo abogar por que el juez sea ajeno a las influencias externas de los medios de comunicación y demás capas de la sociedad política. Lo que no apunta, más que nada porque sólo hace un brindis al sol pidiendo algo por definición imposible, es el modo de lograr tal, por otra parte, indeseable objetivo.

Indeseable e imposible, en tanto que esa independencia -respecto de no se sabe qué, repito- del poder judicial no puede ser concebida si el fin último de éste es el cumplimiento real y efectivo de las sentencias, para lo cual precisa ineluctablemente un poder ejecutivo que "ejecute" aquellas. No hay independencia de los poderes; hay una disociación, a lo sumo, teórica, si bien no siempre real.

Por otro lado, si lo que Albiac pretende es que el juez, a la hora de juzgar y tomar la decisión última, se aísle de la sociedad en la vive, esa en la que tanto él como el resto de sujetos implicados en el caso a juzgar están inmersos, y de cuyo canon de costumbres –moral- se deriva la ley a aplicar por él, está, sencillamente, pidiendo un dislate. No es posible sustraer de la decisión de un agente activo en la sociedad las influencias que ésta ejerce sobre aquel, a riesgo, por el contrario, de quedarnos en un mundo etéreo de los espíritus puros, apátridas, sin género, raza, o condición, alejados de toda ciudadanía, carentes de toda pertenencia a clases atributivas que son las que configuran las sociedades políticas actuales. En resumen, el limbo ontológico de los derechos humanos, de los preceptos éticos, pero que no son sustrato de las codificaciones que son las leyes en cualquier país, las cuales se erigen, ya digo, sobre las costumbres y moral de la sociedad estatal –estatal, Don Gabriel- en cuestión. Mucho Sieyes, sí, pero hay que entenderlo algo mejor.