8/24/2006

Paréntesis rubio

Para Andrei, mi sobrino,
mi vida con ojos azules.


Cómo pasa el tiempo en esta vida, y es que apenas eras un muñeco rubio cuando te vi por primera vez con aquel jersey de lana azul clarito en el pasillo de casa. Tímido, te apoyabas en la pared derecha como si ella pudiera protegerte del aire, de la presencia indeterminada de mayores desconocidos, acurrucarte con sus brazos de gotelé y consolarte. Llorabas. Llorabas mucho. A pulmón limpio. Con el dedito índice en tu boca, que ayudaba ligeramente a mis oídos como haciendo de breve sordina; pero, aun así, berreabas como nunca antes había escuchado a un ser tan bajito como eras. Tus brillantes ojos azules jugueteaban conmigo entre tanto. Y cuando, en una especie de pijotería adulta que nadie duda en imitar ante los niños, yo te sonreía y te sacaba la lengua y te miraba y trataba de hacerte reír con lo mejor de mi bobaliconería inmediata, tú me mirabas fijamente con una inteligencia súbita. En verdad, tratabas de decirme con tus imponentes cuatro añitos que dejara de hacer el tonto de aquella forma tan infantil porque aquello a ti te era completamente indiferente. Incluso creo que llegué a asustarte aún más, y por eso las lágrimas no abandonaban el pálido rostro que ocultabas bajo el arrebol provocado por el llanto extremo. Yo seguía sumida en la idiotez típicamente adulta de no saber qué hacer con el primer niño cercano que caía para siempre en mi vida: saqué barquitos y los puse a navegar al filo de la mesa de la cocina, miniaturas de dinosaurios de plástico y hacía como que se zampaban tu brazito fino, y resucitaban, y se caían por un precipicio hasta la baldosa del suelo en la que se ahogaban. Realmente, tus orígenes esteparios habían hecho mella en tu carácter frío, porque ni con esa sarta de jueguecillos logré sacarte una sonrisa. Tú parecías incluso más respetable que yo, pues dejaste de llorar compulsivamente, y poco a poco fue surgiendo en tu carita una imagen angelical adornada por aquel pelo liso con un flequillo mojadito por las lágrimas que se desprendía de tu inteligencia asombrosa. Recién llegado del Volga. Y guardo con anhelo y emoción aquella imagen más selecta y cuidada. Permaneces como una joya en mis recuerdos. Eres “la crem de la crem” de mi memoria.

Naciste en agosto. Y apareciste en septiembre. ¿Cómo explicar algo para lo que difícilmente sé buscar palabras precisas? Me diste vida. Me regalaste tu inocencia jovial y amena, y gracias a ti mi barquito comenzó a ilusionarse y a sentir el pulso del conocimiento: todo comenzó leyendo a Dostoievski, y enseñándote un retrato de Gógol. Eras un reto. Desde el primer instante en el que me supe heroica exploradora de tu mente, fiel animadora ante tu llanto, conocedora del porqué de tu carácter helador y tímido, y descubridora de tu intenso potencial de habilidades. Debía hacerte reír aquel día, y con mucho empeño y mucha tontería, lo conseguí. Fue un llavero lo que embargó tu fascinación. Al parecer nunca antes habías visto uno, ni siquiera debían de existir llaves en aquel orfanato –pues según parece en las fotos, las puertas apenas se tenían en pie del frío, la humedad y la suciedad campante— del que te salvaron tus padres, la extensa y agotante burocracia, y quién sabe si el destino, el azar, o la inmensa suerte que cayó en tu vida. Y en la nuestra. Y en la mía, contigo. Al sacudir el llavero, tus ojos se abrieron una inmensidad y casi caigo yo enterita dentro de ellos. Ay, qué preciosidad, tendrías que verte a ti mismo. Tu expresión se hizo, al fin, receptiva a mis estímulos infantilizados. Y rápidamente, sin pensarlo, tus manos se abalanzaron sobre las llaves. Descubrí en aquel momento que lo tuyo era la matemática y el sonido, que contigo daban igual los dinosaurios y los cochecitos y la plastilina, porque a ti te encantaban –y lo siguen haciendo- los ingenios físicos, logísticos, gravitatoriales y musicales: tú serás astronauta y pianista, sí.

Ahora, casi dos años después de nuestro primer encuentro improvisado, ya sabes leer, escribir, sumar llevando, restar, montar en bici, nadar, tirarte en bomba, y bucear (esto es, meter la cabeza en el agua), conoces una centena de ciudades nuevas y de paisajes maravillosos, tienes tres amigos que mientras te escribo comparten contigo los secretos de una tarta de chocolate y un karaoke animadísimo, has pasado de párvulos a primer curso, hablas español perfectamente, aunque trabuques algunas expresiones de andar por casa, compartes conmigo la pasión por los helados de limón, has crecido una barbaridad –pese a que ni con bizcocho consigues engordar un poquitín porque las cachillas afiladas de palillo que tanto te caracterizan no las pierdes del todo—, cantas y te sabes la escala musical, conoces a las mil maravillas el automovilismo, trasteas con mi ordenador, te encanta preguntar sobre cualquier cosa, ríes, bailas, te faltan tres dientes, no lloras cuando te ponen vacunas porque además eres muy valiente, adoras observar conmigo la esfera iluminada de la Tierra que te espera solamente a ti en mi estantería, y además te pirran como a mí los chupachuses de fresa con chicle. Caray, y tus ojos azules son aún más grandes y rutilantes.

Y yo, que sigo ensimismada contigo cada vez que tengo la suerte de compartir unos minutos a tu lado, bien sea dando de comer a Luna, de paseo, cenando, leyendo, corrigiéndote las sumas, regañándote porque no has dormido la siesta y te comportas de forma alocada e impulsiva, o incluso despertándote porque tus padres trabajan y me encargan que te cuide durante una semana, sé perfectamente que nuestro lazo, construido a base de llaves, estrellas, dinosaurios de plástico, volteretas, sorpresas, coches teledirigidos, pinturas, decepciones, sumas y restas, balones, pedales, cosquillas, dados, animalillos, ajedrez, fotografías, e historias relatadas, inventadas y aprendidas –porque si algo hemos hecho ambos ha sido aprender el uno del otro—, es profundo y revitalizante, y estoy segura, serás siempre para mí una sonrisa en el rostro que reflejará tus apabullantes ojos azules y tu despierta y cabal inteligencia plagada de curiosidad y alegría. Cómo pasa el tiempo en esta vida, y vaya que si pasa. Ay, un buen día vas y cumples seis jóvenes añitos con todo el descaro que ello supone ante la vieja edad de esta tía admiradora tuya que hoy te escribe: ¡felicidades, mi tesoro!


2 comentarios:

VICTRIX dijo...

Vaya, esta vez me ha dejado usted fuera de combate, esto es, sin argumentos políticos a uno de sus escritos. Celebro de veras que tenga la suerte de poder disfrutar de la compañía de un niño así porque merecen la pena, inmunizados contra la política, el dinero, los papeles y demás trivialidades semejantes que complican nuestra vida hasta límites insospechados a pesar de haber sido inventadas para todo lo contrario. Son, como usted dice, curiosidad y alegría. Y por supuesto magnífico el modo en que lo cuenta, como ya nos tiene acostumbrados. Un cordial saludo.

El Espantapájaros dijo...

Y hasta yo, que tengo fama de frío, he quedado conmovido por esta sentida carta. Sí, sí que puede llamarse a esto un paréntesis en un mundo que se desmorona. Quizá ellos, generaciones venideras, hayan de ver o hacer algo mejor. Felicidades, pues, para el niño, y tras la lectura de su carta, creo que también habría que dárselas a usted.

Un saludo